Una reflexión personal
¿Y si nos concienciáramos un poquito?
Desde hace algunos años se está afianzando en los corazones
de gente de todo el mundo el sentimiento de que es nuestro deber proteger la
naturaleza. Hoy más que nunca los niños saben que deben cerrar el grifo
mientras se cepillan los dientes y que existe algo llamado “reciclaje” que
sirve para que se puedan reutilizar algunos materiales como los cartones del
choleck de su almuerzo. Las agencias publicitarias apuestan por lemas como
“hazte eco” o “sé verde”; Greenpeace se ha convertido en el gran referente de
los ecologistas. Los gobiernos invierten en I+D+I para sacarle el máximo
provecho a unas novedosas fuentes de energía que cada día prometen más: las
renovables. Los ingenieros trabajan en medios de transportes híbridos y
eléctricos para intentar reducir las emisiones de CO² y así paliar el
incremento del efecto invernadero. Las lacas de nuestras abuelas ya no dilatan
el agujero de la capa de ozono que tanto nos preocupó en los noventa, y ya
todos sabemos que a los “pezqueñines” hay que dejarlos crecer.
Sin embargo, en este contexto de responsabilidad ecológica,
todavía quedan algunas asignaturas pendientes, la mayoría de ellas relacionadas
con los animales.
Hace unos meses la polémica surgió en España en torno a la
tauromaquia. Parece que después de siglos de tradición taurina los españoles
empezamos a plantearnos la ética de esta práctica. Dejando a un margen la
dicotomía relativa a este tema y los argumentos por los cuales se podría
considerar la tauromaquia como una tradición cultural o una auténtica
aberración, a mí me gustaría centrarme en el hecho de que nos acordemos de que
los animales también sienten y sufren. Por ello, quizá deberíamos intentar
respetarlos un poquito y otorgarles ciertos “derechos” básicos, pese a que el
principal, el derecho a la vida, no podamos concedérselo casi nunca.
Da gusto ver que aún tenemos algo de sensibilidad y hay
quien quiere evitar la muerte de los toros, sin embargo yo no puedo evitar
preguntarme ¿Y qué pasa con las vacas? Hemos asumido con tanta naturalidad la
premisa de que necesitamos matar animales para alimentarnos que ya no vemos el
límite entre lo necesario y lo prescindible. Disponemos de materias primas
suficientes como para vestirnos sin necesidad de someter a focas, nutrias y
visones a ser despellejados para hacernos un bonito abrigo. Contamos con miles
de técnicas que les proporcionarían, al menos, una muerte “digna” a decenas de
especies. Y aunque, en teoría, hacemos todo lo posible para que mueran
sufriendo lo mínimo, en la práctica no suele ser así.
Para obtener la mayoría de alimentos que consumimos, desde
el foie o el lechazo hasta los huevos y la leche, se someten a miles de
animales a auténticas torturas, aunque no nos guste ni pensarlo. A las gallinas
se les hacina en jaulas en las que tienen tan poco espacio que no pueden ni
abrir las alas, por lo que pierden casi todas las plumas. Las vacas son
ordeñadas dos o tres veces al día, quitándoles hasta diez veces la cantidad de
leche que producirían normalmente. A los patos y las ocas se les obliga a comer
hasta que se les hipertrofian los hígados y revientan, y así conseguimos el
foie… Y digo yo, ¿no tenemos suficientes alimentos como para poder prescindir
del “placer” de comer foie?
Pero falta que nos concienciemos de ello. Y, aunque parezca
difícil, no debería serlo tanto. Hace años que existe la llamada “Agricultura y
ganadería ecológica”. Esta es una actividad agraria de producción de alimentos
vegetales y animales en la que se respeta el medio ambiente. Los productos
llevan un sello que asegura su calidad y garantiza que han sido obtenidos de
manera responsable. Es decir, que aunque la docena de huevos nos costará algo
más cara, podremos tener la conciencia bastante más tranquila sabiendo que para
cocinar nuestra tortilla no se han maltratado gallinas en granjas industriales…
Suena bien, ¿no?
Desde hace algunos años se está afianzando en los corazones
de gente de todo el mundo el sentimiento de que es nuestro deber proteger la
naturaleza. Hoy más que nunca los niños saben que deben cerrar el grifo
mientras se cepillan los dientes y que existe algo llamado “reciclaje” que
sirve para que se puedan reutilizar algunos materiales como los cartones del
choleck de su almuerzo. Las agencias publicitarias apuestan por lemas como
“hazte eco” o “sé verde”; Greenpeace se ha convertido en el gran referente de
los ecologistas. Los gobiernos invierten en I+D+I para sacarle el máximo
provecho a unas novedosas fuentes de energía que cada día prometen más: las
renovables. Los ingenieros trabajan en medios de transportes híbridos y
eléctricos para intentar reducir las emisiones de CO² y así paliar el
incremento del efecto invernadero. Las lacas de nuestras abuelas ya no dilatan
el agujero de la capa de ozono que tanto nos preocupó en los noventa, y ya
todos sabemos que a los “pezqueñines” hay que dejarlos crecer.
Sin embargo, en este contexto de responsabilidad ecológica,
todavía quedan algunas asignaturas pendientes, la mayoría de ellas relacionadas
con los animales.
Hace unos meses la polémica surgió en España en torno a la tauromaquia. Parece que después de siglos de tradición taurina los españoles empezamos a plantearnos la ética de esta práctica. Dejando a un margen la dicotomía relativa a este tema y los argumentos por los cuales se podría considerar la tauromaquia como una tradición cultural o una auténtica aberración, a mí me gustaría centrarme en el hecho de que nos acordemos de que los animales también sienten y sufren. Por ello, quizá deberíamos intentar respetarlos un poquito y otorgarles ciertos “derechos” básicos, pese a que el principal, el derecho a la vida, no podamos concedérselo casi nunca.
Da gusto ver que aún tenemos algo de sensibilidad y hay quien quiere evitar la muerte de los toros, sin embargo yo no puedo evitar preguntarme ¿Y qué pasa con las vacas? Hemos asumido con tanta naturalidad la premisa de que necesitamos matar animales para alimentarnos que ya no vemos el límite entre lo necesario y lo prescindible. Disponemos de materias primas suficientes como para vestirnos sin necesidad de someter a focas, nutrias y visones a ser despellejados para hacernos un bonito abrigo. Contamos con miles de técnicas que les proporcionarían, al menos, una muerte “digna” a decenas de especies. Y aunque, en teoría, hacemos todo lo posible para que mueran sufriendo lo mínimo, en la práctica no suele ser así.
Para obtener la mayoría de alimentos que consumimos, desde el foie o el lechazo hasta los huevos y la leche, se someten a miles de animales a auténticas torturas, aunque no nos guste ni pensarlo. A las gallinas se les hacina en jaulas en las que tienen tan poco espacio que no pueden ni abrir las alas, por lo que pierden casi todas las plumas. Las vacas son ordeñadas dos o tres veces al día, quitándoles hasta diez veces la cantidad de leche que producirían normalmente. A los patos y las ocas se les obliga a comer hasta que se les hipertrofian los hígados y revientan, y así conseguimos el foie… Y digo yo, ¿no tenemos suficientes alimentos como para poder prescindir del “placer” de comer foie?
Pero falta que nos concienciemos de ello. Y, aunque parezca difícil, no debería serlo tanto. Hace años que existe la llamada “Agricultura y ganadería ecológica”. Esta es una actividad agraria de producción de alimentos vegetales y animales en la que se respeta el medio ambiente. Los productos llevan un sello que asegura su calidad y garantiza que han sido obtenidos de manera responsable. Es decir, que aunque la docena de huevos nos costará algo más cara, podremos tener la conciencia bastante más tranquila sabiendo que para cocinar nuestra tortilla no se han maltratado gallinas en granjas industriales… Suena bien, ¿no?
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